Mildred Largaespada

La cápsula del tiempo de Gabriela Selser

In Centroamérica, Crónicas, Narrativa, Periodismo, Política on 10 septiembre, 2016 at 10:03 pm
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La periodista y escritora Gabriela Selser, autora del libro Banderas y Harapos, publicado por Anamá, Ediciones. En Nicaragua. Photo by Leonardo Barreto.

Por Mildred Largaespada

 

La sensual periodista Gabriela Selser Ventura deja bolígrafo y libreta a un lado y sale a la pista de baile, espaciosa, luminosa, como un lienzo por pintar o una hoja en blanco, una pantalla por escribir. Uno, dos, tres pasos y ¡tchán! pronunciado golpe de cadera hacia arriba. Ella es la reina de la bachata en sus clases de baile en Managua. Porque cada cuerpo le exige a su bailarina un estilo.

—¿Bachata?

—Es lo que se me da mejor —contesta riendo.

Y pues claro, porque Gabriela nació en Argentina y cada argentino nace con su tango, y la bachata es el tango africano heredado al Caribe y al fandango español, según el mayoritario consenso al que ha llegado la sociología de la música.

Lo que hace el baile con el cuerpo humano, o el cuerpo humano con el baile es cosa de magia: la sangre se revoluciona y corre por la venas a velocidad olímpica, se adquiere viveza, se nutre la creación. A Gabriela Selser, miembro de la élite mundial del periodismo, la hizo parir un libro que está llamado a ser la obra que inaugura una nueva etapa en Nicaragua: la de las historias que nombran la verdad de la multitud de nombres propios, la que vuelve a la vida la gesta y la épica de cientos de jóvenes que tocaron con las manos la utopía, aquel imposible de construir un país decente para sus gentes.

Banderas y Harapos tituló la periodista a esta gran crónica periodística que se lee como una novela, se mira como una película de acción, que se siente como un completo retrato generacional de una época ufana y peligrosa cuyos protagonistas tienen la sospecha de ser sobrevivientes, y también héroes y heroínas de algo hasta ahora no mimado.

Y así es como viene la Selser y escribe cada madrugada, poseída por las diosas de la rabia creativa, esas que convierten la ira, el enojo y el gran enfado en belleza. Dice que todo empezó porque soñaba pesadillas, de las terribles sí, las que te expulsan de la cama, que se convierte en el lugar donde viviste el terror. Pero ella en lugar de huir y no regresar, regresaba: se sentaba a escribirse, describirse y a nombrar a sus protagonistas y a narrar lo más importante para ella: las emociones que sintió y que por ser periodista no podía contar.

—No solo por ser periodista ¿cierto?

—Además éramos militantes del Frente (partido Frente Sandinista de Liberación Nacional, Fslnn). No podíamos mostrarnos débiles.

Por aparentar fortaleza ante el horror fue que sembró dolor y gracias al pulsar de las teclas lo liberó. “Este libro comenzó a nacer hace unos 15 años, y cuando habían transcurrido 10 años de la derrota electoral del Frente. Empezó casi como una necesidad emocional, que yo empecé a tener muchos sueños recurrentes, con episodios de guerra, vivencias que había tenido en los años 80 en la montaña, soñaba con Leonardo Barreto, el fotógrafo con el que hacía equipo. Empecé a soñar que tomaba fotos en medio de una lluvia de balas, eran episodios que habían ocurrido en realidad.

“Pasaron como 10 años que mi memoria estuvo quieta y calladita. Y luego siguió muy fuerte. Y dije “bueno, voy a empezar a escribirlo”. Me levantaba en la madrugada a escribir. En la pesadilla me acordaba del nombre de alguien que había olvidado, que había conocido o había entrevistado. Se me venían los nombres. Y lo escribía. Primero fueron recuerdos, dramáticos y toda la primera etapa de la revolución que fue la más linda”.

La Selser

Gabriela, conocida popularmente como “la Gabi”, “Gabi Selser” y en los ambientes densos del periodismo y la intelectualada internacional “La Selser”, porque llamar por el apellido es el sello que se le pone a la gente que ha destacado y se pretende decirlo todo cuando se la nombra, llegó a Nicaragua a los 18 años para participar en la gran Cruzada de Alfabetización que impulsó la revolución nicaragüense para enseñar a leer y escribir a miles de personas.

Escribe en su libro Banderas y Harapos:

“Al día siguiente me presenté en las oficinas de la Cruzada Nacional de Alfabetización, ubicadas en el Complejo Cívico, en el sector sur de la capital y que todavía hoy alberga varias dependencias públicas. “Vengo a alfabetizar”, le anuncié sin dejar de mascar chicle a la secretaria del sacerdote jesuita Fernando Cardenal, coordinador nacional de la Cruzada y hermano del famoso poeta Ernesto Cardenal, que en la década de 1970 fundó una comunidad de artistas campesinos en la isla de Solentiname, en medio del Gran Lago Cocibolca, el único en el mundo con tiburones de agua dulce. Mientras espero que el padre Cardenal me reciba, observo sobre las paredes de ladrillos pintados de blanco una variedad de afiches alusivos a la alfabetización: el anciano de sombrero de palma y manos rugosas sosteniendo con dificultad un lápiz; las siluetas rojinegras de una pareja de jóvenes con el puño en alto y el lema: “Avancemos brigadistas… la consigna es alfabetizar”.

A partir de ese momento se amarró las botas para alcanzar con menor dificultad los terrenos selváticos de la profunda montaña de Nicaragua, que es decir lluvia tropical, lodos, árboles frondosos, tupidos, verdes y bellos que se besan con sus copas, animales salvajes que nunca aparecen pero se escuchan durante las noches de hondo silencio y… donde vive gente que durante siglos ha sido ninguneada y a la que se le ha robado su derecho al saber, el conocimiento, las vocales, las oportunidades. Allí llegó Gabriela Selser a enseñar a leer y a escribir. Llegó a Las Casquitas, lugar que todavía hoy si le preguntás a Google Maps no lo encuentra, no existe.

—Gabriela, he buscado ese lugar en el mapa y no existe. ¿No te lo estarás inventando?

—Existe, existe. Todo es verdad, creéme.

Y cuando en su libro narra Gabriela hace vivir y valer a Juan Ramón González y Francisca Aráuz, dos nicaragüenses, padre y madre de una numerosa familia que la acogieron en su casa de tablas, como a una hija.

—“Son mis papa y mama de la Cruzada” —dice con ternura y con el tono amoroso que las y los alfabetizadores de ese tiempo usan cuando nombran a la familia con la que vivieron durante meses y que les cuidó. Es un rango nobiliario tropicalizado con el que se dota a las familias que acogieron a las y los jóvenes de la ciudad y les auxiliaron con sus enseñanzas para que aprendieran a vivir en una de las Nicaraguas, la de la pobreza endémica y a su vez, la de las vidas vividas con gran dignidad.

Llegó la revolución a su despacho

“Antes de que empezaran los sueños, en mi oficina en Managua había recibido la visita de dos muchachos que no reconocí cuando se presentaron. Eran dos jóvenes que yo alfabeticé cuando niños: Ernesto y Jerónimo González Aráuz. Eran niños cuando les alfabeticé. Me contaron que se habían convertido en ingenieros y querían que yo supiera eso. Esa visita influyó para traerme a la memoria a aquella familia con quien viví y alfabeticé”, cuenta la Selser.

Es uno de los capítulos de su libro que más me conmovió, el que me llevó hasta las lágrimas por lo inusitado del desenlace. Leí la semilla sembrada con amor que florece y que años después sigue floreciendo. Ingenieros. Lo que leí fue la entrega amorosa de una jovencita regalando letras que son recibidas en tierra fértil. Salvar a dos de la oscurana en Nicaragua provoca un movimiento tectónico que reordena el sentido de la vida. A eso alguna gente le llama “la revolución”.

Esa visita la llevó a la indagación periodística y se fue Gabriela Selser a la biblioteca del Instituto de Historia de Nicaragua, a buscarse en las notas periodísticas publicadas en el diario Barricada, donde trabajó y publicó crónicas y reportajes de acontecimientos que estremecieron al mundo y que abrieron vibrantes portadas a ocho columnas. Después de la Cruzada de Alfabetización Nicaragua entró en una terrible y sangrienta guerra civil con nefasto saldo de sangre de gente joven. Y de niñas y niños. La guerra que provocan y alientan quienes todo lo interpretan como “nosotros y los otros”.

En las páginas del diario Gabriela se reencontró con toda la Gabriela anterior, la corresponsal de guerra, la que no podía contarlo todo, la que se autocensuraba, la que era censurada. Y rescató su vida de aquellos párrafos que cuentan la historia diaria de un país sumido en una violencia extrema que sigue traspasando el dolor a las actuales generaciones.

“El libro es una mezcla de género periodístico y literario. ¿Cómo logré esa fusión? No lo hice conscientemente. Yo leía una nota del periódico que yo misma había escrito, una frase e inmediatamente me retornaba al momento en el que ocurrió. Traté otra vez de transformarme a ese lugar. Lo literario se logra al transmitir no solo los datos fríos sino las emociones.

“También en aquella época no podíamos expresar las emociones. Teníamos que ser testigos duros de la historia. Para escribir el entierro de Cabrerita no podía decir me estoy muriendo de dolor. En este libro expreso lo que en aquel momento no pude escribir. No podíamos mostrarnos débiles. Y eso se fue sumando a la carga de la mochila dolorida”.

El libro: los harapos de las banderas

Para acceder a la información que generaba la primera línea de fuego en la guerra de Nicaragua de los 80, Gabriela Selser como corresponsal de guerra utilizó la figura de “periodista integrada, empotrada”, que es el término que se usa en el ambiente periodístico para llamar a los periodistas que se integran en un batallón militar que sale a combatir. Y como sabemos o intuimos en la primera línea de fuego de cualquier guerra en cualquier parte del mundo, no vas a visitar un campo florido de margaritas.

“Una vez nos pidieron a mí y a Leonardo Barreto, el fotógrafo con el que hacía equipo: ´no vengan sin la foto de los muertos`. Hubo una mortandad de contrarevolucionarios, y cuando llegamos ya los habían enterrado. ¿Y ahora qué hacemos?, nos preguntamos. Y uno de los militares dijo: “si quieren podemos sacar algunos”. Los sacaron de su entierro y aquello se llenó de zopilotes”. Para nosotros no había de otra, había que llegar con la foto. Y veinticinco años después yo seguía sintiendo a los zopilotes sobre mí en mis pesadillas por la profanación de la tumba que hicimos. Nosotros éramos como robots, íbamos tun tun tún”.

“El fusil pesaba mucho, odiaba eso, la canana, todo era pesado. Más bien era una chochada pesada. En el libro traté de reflejar las emociones del momento de tal o cual episodio que no fueron escritas en el periódico en su momento”.

Y también recurrió a un tesoro: su diario de campo como brigadista alfabetizadora, un cuaderno que ahora me muestra ajado y resobado, casi deshojado, donde escribió lo que sentía, describió los animales que conoció, la comida que comió, cómo avanzaban sus alfabetizados, los amores, fiestas, desamores, desencuentros, amistades, fiestas, letras de canciones de los Mejía Godoy, Pancasán.

En el libro Gabriela Selser narra su vida y la vida de otros y otras, la de gente que protagonizó una épica en su país. El libro está repleto de nombres. Sabés de lo que te hablo: cuando se pronuncian los nombres de la gente buena tu voz cambia de tono y ese nombre en voz alta adquiere la textura del terciopelo. Así la inflexión de tu voz se torna limpia, clara, resplandeciente, sin arrugas, limada. Así suenan los nombres de la gente buena nombrada en Banderas y Harapos.

Alguna gente nombrada por ella está viva, otra muerta, otras son nombres impresos en periódicos que vuelven a cobrar vida. A todas y todos los trae a Banderas y Harapos, esta obra que es una cápsula del tiempo tal como la conocemos en antropología: un recipiente hermético donde se guardan mensajes y objetos del presente para que los abran y descubran las generaciones futuras.

Leer su libro es como abrir esa cápsula. Hoy estamos en el futuro… Leerlo, también es meterte en una película de aventuras que cuenta la historia de una jovencita argentina que llega a la selva de Nicaragua a enseñar a leer y escribir a los campesinos en medio de una revolución, se encuentra con la guerra, se enamora, se convierte en una intrépida periodista, sube y baja de helicópteros vestida de verde olivo y botas militares, rápidamente se pone tacones y vestido de salón para asistir a recepciones con líderes mundiales, ahora se pone un jeans y se sienta frente a la máquina de escribir antigua y teclea poseída por la ansiedad de la urgencia de la hora de cierre, asiste al declive ético de los antes considerados héroes, se convierte en madre, el mundo va transformándose a la velocidad de un parpadeo… pero ella siente que todo eso que vivió nadie lo nombra, alguien lo quiere ocultar. Y decide escribirlo.

1969

Gabriela Selser, 1969, en Argentina.

La niña argentina

—¿Cómo llegaste al mundo, Gabriela?

“Llegué a una familia de todas mujeres, y mi papá. Mis hermanas Claudia, Irene, mi madre y yo. Mi abuela materna que vivía en la casa, la perra, la gata y la tortuga. No sabíamos el sexo de la tortuga pero decidimos que era hembra. Era una casa repleta de libros, de las seis habitaciones 5 eran bibliotecas. Mi papá tenía inundada de periódicos y libros toda la casa. Cada vez que había que comer había que quitar a mi papá de la mesa. Los libros y pilas de periódicos en los sofás, y para sentarse había que sentarse en el borde de los sillones, una manía que todavía tengo que cuando llega a visitar otras casas me siento en la orillita.

“Cuando niña vivía en el parque, todo el día vivía en la plaza, salíamos con nuestros perros con mis amigas. Estudiaba sola, a mí nadie me daba pelota, mi papa vivía escribiendo todo el día, mi madre atendía a mi abuela cuidándola y yo pasaba felice todo el día en el parque. Estudiaba y era buena alumna. Siempre fui muy independiente en cuanto a afectos, creo que por eso no me costó irme de la casa a los 18 años, para Nicaragua”.

—Tu padre es el reconocido historiador y periodista Gregorio Selser (ya fallecido), latinoamericanista, autor de famosos libros y fundamentales, entre ellos “Sandino, General de Hombres Libres”. Y tu madre, profesora de dibujo. Se fueron de Argentina debido al golpe militar del año 76. ¿Cómo era tu relación con tus padres?

“Éramos una familia de clase media tirando a baja, heredaba la ropa de mis hermanas, y mi mamá empeñaba todos sus anillos para poder hacerme el aparato para los dientes. Mi madre daba clases de dibujo en una escuela primaria, y a mi papá escribía para periódicos pero no le pagaban mucho.

“No eran padres autoritarios, jamás me pegaron, nunca. Mi madre tenía 38 años cuando me parió. Era una mujer súper decidida, resuelta, resolvía todos los clavos de la casa, se ocupaba de todo. Era pintora, dejó de pintar cuando se puso a tener hijas. Fue bien comprensiva conmigo. Tuve una relación muy estrecha con mi mamá. Era una mamá con un pensamiento avanzado para su época, abierta de mente. Nos criaron con mucha libertad.

“Y era una mujer enamorada de mi papa. Ambos, eran muy pegados, dependientes uno del otro. Mi padre era muy cariñoso, de darme besos, me apretaba los cachetes, abrazaba. Era un papá proveedor, y si me caía en el parque decía ´huy, llamá a tu mama´. No era un papa que te enseña a andar en bicicleta. Aunque una vez me rescató de una piscina, me estaba ahogando a los 5 años y se lanzó con todo y zapatos, fue su gran obra conmigo”.

Mientras a don Gregorio Selser le preparaban las reimpresiones de su obra sobre Sandino, llevaba a su casa las pruebas de portada. La entonces Gabrielita recibía esos cartones que su padre le daba: “Cuando era chiquita,  de 4 o 5 años, yo pasaba el contorno de la figura de Sandino, lo coloreaba. Estaba Sandino parado así a su estilo y le dibujaba flores y mariposas al lado. Sandino era un personaje de la familia”.

También se exilió Gabriela y llegó a México. Siendo una jovencita que permanecía ajena a su realidad socio política, vivía su tiempo escuchando música. Hasta que ocurrió una transformación: durante un concierto de solidaridad con la gente del exilio uruguayo escuchó cantar a Daniel Viglietti su famosa obra “A desalambrar”, escuchó a los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, todos autores reconocidos y exponentes de la canción popular y de protesta política del continente.

“Con las historias que cantaban yo dije: guau, qué pasa aquí. Como que me descorrieron una cortinita en el cerebro y descubrí una realidad que antes no había visto. Luego mantuve una relación epistolar con Viglietti, en ese entonces exiliado en París. Yo lo ayudé y él me ayudó a mí. Y fue muy bonito. Luego él llego a Managua y me le presenté. Nos abrazamos. Lo relato en el libro”.

Enraizada en Nicaragua

Así la niña que primero quiso ser veterinaria pero decidió que mejor no por no aguantar el dolor de ver morir mascotas, luego estudió un rato pintura, llegó a alfabetizar a Nicaragua y se convirtió en la intrépida periodista que conocemos. Se enamoró y casó con Alí Tinoco, y es madre de Claudia Lucía, la preciosa jovencita de 16 años que asiste a esta entrevista.

—¿Cómo es ser madre?

—Teniendo ahora una hija adolescente, prefiero ser periodista —revela y puja Gabriela, pareciendo olvidarse de ella misma y su afamado carácter rebelde que la ha traído hasta aquí.

Es una mujer de contundentes caderas que ofrecen mucho juego a la hora de bailar bachata, el cabello color castaño claro y de hebras frágiles que ella luce amarrado en una coleta y para tomarse fotos lo suelta y le enmarca el rostro, dotado con nariz italiana. Tiene una su manera de contar las cosas que encandila a cualquier interlocutor, las descripciones, la atención que pone mirándote a los ojos. Son legendarias las historias de admiradores rendidos a sus pies, en la época de corresponsal de guerra y en la actual.

Conocí a Gabriela en la redacción del periódico Barricada, cuando mi vida transcurría como universitaria haciendo pasantías en el diario durante el fin de semana. La primera vez la miré entrar por el pasillo con la agilidad con la que caminan las periodistas de raza que vienen de cubrir un gran acontecimiento y que llevan la urgencia empujando a las manos para ponerse a teclear. Todas las periodistas de esa generación tenían una manera especial de golpear el teclado de las antiguas máquinas de escribir, y redactar sus historias como si quemaran línea por línea y así con el papel ardiendo entregaban sus notas a los editores, quienes ante tan firmes gestos no tenían más remedio que llevarlas a las ocho columnas.

—¿Cómo ves, qué opinás del periodismo actual en Nicaragua?

“Creo que el ejercicio del periodismo en los 80 estuvo absolutamente vinculado a la situación política del país, un sector  estaba a favor de la revolución y otro sector en la acera opuesta. No había periodistas mediatintas. No eran neutrales ni objetivos, ni imparciales. Éramos absolutamente parciales. Ese tema no se ha podido romper en Nicaragua. A pesar de que en la época de los gobiernos de doña Violeta, Alemán, Bolaños, se hicieron esfuerzos por desarrollar un periodismo independiente, investigativo, y surgieron medios nuevos, no se ha podido.

“Y ahora vemos un periodismo mayoritariamente oficialista, en cuanto obedece al poder voraz que tiene el gobierno, propietario de más de 12 medios entre radios y emisoras de tv. No hay medios independientes sino programas con línea crítica. Pero solo tres o cuatro. Se vuelve a perder todo, por el control del aparato estatal. Es una lástima que después de tanto sacrificio y tantas miles de muertes que costó la liberación y después la revolución estemos nuevamente viendo como una utopía un proyecto de nación, que permita a la gente pensar y sentir y elegir libremente votar y elegir”.

—¿Y qué podemos hacer, cómo resolver eso?

“Lo que podemos hacer es hablar de lo que está pasando, abrir un debate, tratar de incorporar a los jóvenes para interesarles sobre lo que está pasando en el país, que aterricen un poco en la situación del país. Porque en los libros de historia actuales casi no reseñan la revolución en toda su dimensión.

“Hace poco fui a dar una conferencia en la universidad a estudiantes de periodismo. Fue increíble ver la avidez y las ganas de saber sobre una etapa de Nicaragua que casi no se habla. Y el asunto es que casi no se aborda la historia de esos 10 años maravillosos y dramáticos que forman parte de la memoria de este país. Aquella generación y la nueva reciben el legado de fragmentos. Por eso la memoria vuelve de manera negativa, como una carga negativa. El luto y el dolor es transgeneracional, y por eso ahora lo tienen los jóvenes”.

La escritura de su libro contó con la generosa ayuda de la sicóloga Martha Cabrera, que avanza terapias y análisis sobre la resolución de los duelos no sanados que dejaron las guerras en Nicaragua. “Vos veías pasar las balas y tirar la granadas, y yo recibo a los que recibieron esos tiros y a sus hijos con crisis profunda de depresión”, le dijo Cabrera. “Contálo, escribilo”, le urgió.

El libro de la Selser es una muestra valiosa de periodismo narrativo. También contó con la cuidadosa labor de editora de su hermana, la periodista y escritora Irene Selser que se comprometió con Gabriela para llevarlo hasta el final, al que estamos presenciando.

Gabriela informa desde Nicaragua para la agencia alemana de prensa (Dpa). Vive en una casa al sur de la capital, y cultiva un bellísimo jardín. Así como cuando niña ya adoraba a los perros y llego a seleccionar a sus novietes según el perro que tenían, ahora juega con sus perras Olivia y Luna. Son sus corresponsales adjuntas, dice.

Me comunico con Gabriela Selser desde el absoluto segundo plano en el que se coloca la joven periodista que admira a la gran periodista que además de ejercer la profesión de manera altamente notable, abrió brecha en la redacción y en el entorno para que las que llegamos después nos resultara todo más leve. Ahora, la aplaudo con mayor fuerza por enseñar el camino de cómo transformar los hechos periodísticos en belleza.

@1001tropicos

  1. Vieras el ambiente que envolvió la presentación del libro. Además del interés por conocer la obra de una destacada periodista, fue como asistir a una especie de cofradía donde todos volteaban la cabeza para ver si reconocían a alguien. Yo saludé a dos amigos que no veía desde los años ochenta y me di cuenta que son más parecidos a lo que fueron que a lo que son ahora. Pero de eso hablaremos en otra ocasión.

    Te decía que el ambiento estuvo tremendo, altamente emotivo. Imaginé lo que estaría pensando Gabriela en esos momentos, aunque su sonrisa despejaba cualquier duda. Ella estaba feliz y nosotros también. Felices todos porque estábamos frente al nacimiento de un relato nuevo, abierto y limpio, desprejuiciado; escrito por una mujer que vivió la revolución con un amor reservado a los verdaderos patriotas. Yo leía el prólogo mientras la sala se llenaba y pensaba lo que después varios dijeron, que tocaba ahora contar más historias; más historias con letras minúsculas que al final terminan siendo las mayúsculas.

    Alguien habló de las historias «oficiales», pero es que éstas no existen. Porque tanta razón tiene Sergio Ramírez, Violeta Barrios y un ministro de educación, como lo contado por un desmovilizado de las armas o un confiscado de manera injusta. Todos cruzamos las historias para que la historia con «H» mayúscula realmente tenga sentido de apropiación.

    Cuánta razón tenés al decir que presenciamos el inicio de una nueva etapa. Creo que se trata de una etapa de desahogo generacional, una catarsis colectiva tan hermosa como impostergable.

    Te dejo porque empiezo a leer Bandras y harapos…

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